Recientemente
tuve la oportunidad de viajar a los Estados Unidos y estando allá me cuestioné
mucho. Tuve días para reflexionar sobre mi vida, mi futuro, mi verdadero yo y
decidí ser sincero conmigo y con los demás. Sí... soy madurista.
Fue un
sentimiento que me venía carcomiendo por dentro desde hace rato, pero una vez
lo confesé a mi familia y a mis seres más allegados, la sensación de paz
interior fue indescriptible. Los viajes siempre son aleccionadores, pero
este se pasó. El estar allá un mes fue demasiado revelador para mí. Cada día
que pasaba me hacía ver lo madurista que soy.
El solo
hecho de entrar a un supermercado allá, da asco. Para comprar un mismo
producto, hay demasiada variedad de marcas. Eso te obliga a entrar en un
profundo proceso de reflexión para decidirte por una sola. ¡Eso estresa y te
hace perder demasiado tiempo de vida! ¿Qué les cuesta tener una sola opción
como en mi país? También me dio demasiada rabia que nunca necesité hacer cola
para ningún producto. ¡Ya entiendo por qué los gringos son tan asociales!
Dígame usted, ¿cuántos nuevos amigos no hace uno en una cola venezolana?
Aunque superado lo del automercado, me tocó llegar a donde nos hospedábamos y
comerme todo eso que compré. ¡Cuánta azúcar! ¡Cuánta grasa! ¡Cuánto colesterol!
Allá uno come y queda inservible por dos horas a causa de la llenura. En cambio
aquí uno come y queda liviano. Puedes seguir haciendo cosas después de
comer.
Para que me
entiendan un poco mejor, una noche, por ejemplo, nos sentamos a ver el programa
especial de los 40 años de Saturday Night Live y casi me da una embolia. ¿Cómo
lo ponen a uno a reírse después de la cena? ¿Quieren matarlo de una
indigestión? Deberían aprender de Venezuela, donde la comedia audiovisual solo
se consigue por internet y uno la consume cuando considera adecuado. No como
allá, que te la impone un canal sin ni siquiera consultártelo democráticamente.
¡Esa noche no aguanté más! Tuve que salir a caminar por el vecindario para
bajar la comida, pero como a los cinco minutos, algo horrible. Me entró una
profunda depresión. ¡Nadie me quería robar! Y no lo digo por el hecho de ser
robado, ¡sino que nadie quería algo mío! ¡Nadie deseaba algo de mí! ¡No me
sentía valioso! Era como si fuese invisible... un fantasma... ¡Qué golpe tan
vasto para el ego! Cuánto deseaba estar de vuelta en mi rico socialismo.
Menos mal
que solo fueron unas vacaciones y ya. Me quedo allá y me muero. Sin embargo
cuando volví a Venezuela, para mi sorpresa, comencé a toparme con ciertas cosas
que no me gustaron. Apenas llegamos al aeropuerto de Maiquetía, me abrieron la
maleta. No me molestó tanto eso, sino el hecho de que me sembraran cosas en
ella. Fue ya en la casa cuando me percaté de ello. Me habían metido detergente
gringo, pañales gringos, jabones gringos, champú gringo y condones gringos.
¿Quién sería? No sé. Aunque sospecho hay infiltrados en mi familia.
Lo único que puedo admitir me gustó del viaje -y disculpen esta confesión que
contraviene mi nueva vida postarmario-, fue el cupo de dólares de viajero.
Aunque creo está mal planteada la función de este instrumento financiero, pues
como está es una herramienta que más bien estimula el pitiyanquismo. Sugiero,
por el contrario, amigo Maduro, que más bien este cupo de dólares sea destinado
para uno poder comprar cosas aquí en Venezuela, que bastante caras están. De lo
contrario, Nicolás, te advierto. Estarías ante la posibilidad de presenciar
algo nunca antes visto en la historia de la psicología humana: que vuelva a
entrar en el clóset.
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