(Escrito a 2 cerebros, Reuben Morales junto al
genial comediante
Rafael Jiménez Moreno, alias “El
Vampiro”)
Quien quiere miedo y suspenso hace
rato dejó de ir al cine. Ya ninguna película de terror alcanza el clímax de
nerviosismo que te asalta cuando estás a punto de pagar en la caja de un supermercado.
Más tenebroso que los barrotes de una cárcel ya resulta el código de barras.
Únicamente los escáneres de precios distribuidos en los diferentes pasillos del
establecimiento son los que pueden aminorarte la incertidumbre. De allí que
resulte una calamidad cuando tales aparatejos se encuentran dañados, pues no
terminas de saber si lo que sostienes en tus manos tiene precio justo o es la
mitad de tu salario.
Lo terrible es cuando, preso de
angustia, volteas la mirada a los anaqueles y compruebas que no existe relación
alguna entre los precios colocados a lo largo del estante y la mercancía en
exhibición. Es entonces cuando ves venir a un grupo de gente enardecida y te
invade la presión de grupo, porque terminas tomando el producto... y que sea lo
que Dios quiera.
A medida que empujas el carrito
rumbo al área de pago, la tensión se apodera de ti, pues no deseas rayarte de
pelabola con la cajera y el resto de las personas en la cola. Por eso mantienes
tu cara de que todo está bien, acordándote de los consejos de las aerolíneas: “en
caso de emergencia, mantenga la calma”.
Ahora llega el turno de pasar tu
mercado por la correa. Vas abandonando cada producto como si fuese un paracaidista
lanzándose al vacío. Los pitazos que emite el escáner de la caja se van
transformando en un “¡wi!... ¡wi!... ¡wi!...”, del film Psicosis, de Alfred Hitchcock. Te pasan toda la compra y llega el
momento de la verdad: el gran total. Lo vez y en cuestión de segundos sufres
una bajada de tensión con momentánea ceguera. Te recuperas de inmediato, sacas
tu billetera -cual si fuese un álbum de Panini-, te acercas a la cajera y
comienzas a girarle instrucciones susurradas para no delatarte: “Pásame dos
mil en esta tarjeta… tres mil en esta otra… dos mil en esta de crédito… súmale
estos cestatickets… y aquí tienes este poco de moneditas. Aquí está mi cédula, la
de mi hermano y la de mi mamá para llevarme estas doce harinas”.
Pero el duro momento llega. No te
alcanza el dinero para la compra. La cajera, molesta, porque tu pobreza
entorpece su trabajo, llama a un empleado del supermercado para que restituya
los productos en sus respectivos anaqueles. Ahí comienza la negociación:
“Chica, ya va, déjame la comprita por ahí. Dame unas bolsas y le empaqueto la
compra a los que tengo detrás. Con las propinas que me den, seguro completo
pa’l mercadito. Y de pana disculpa las molestias que te ocasioné, pero si
supieras que yo sí tengo más dinero en mi cuenta. O sea, está diferido, pero
lo tengo. Es que fue un pago que me hicieron con un cheque de otro banco y el
lunes fue bancario, tú sabes, pero el dinero de que lo tengo, lo tengo.”
Al final, logras sacar la compra
del supermercado. En las bolsas no llevas ni un pedazo de vinito que te permita
pasar la humillación. Lo que te queda es acudir a la nueva era o al yoga. La
cosa es que la situación en Venezuela está tan ruda, que ya ni eso basta.
Quizás lo que nos termine dando esperanzas sea el crear best sellers de autoayuda especialmente diseñados para nuestra
realidad. Por eso estamos a la espera de títulos como El enchufado que
vendió su Ferrari; Padre bachaquero, padre pobre; Los 7 hábitos de los raspacupos
altamente efectivos; La culpa es de la papa y ¿Quién ha bachaqueado mi queso?
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