El Cine de mi Pueblo


Yo gozo viendo sufrir a los demás, más cuando soy el culpable. Por ello compré con el dinero heredado a mis padres luego de declararles mentalmente inoperantes un teatro en mi pueblo natal. Era el lugar preferido de todos…hasta que lo adquirí. Aquello lo volví un sótano pequeño. Gasté mucho para que oliese a bosta de ganado con colonia.

El dinero que les arranco a mis víctimas me compensa con creces. También de la publicidad que hago para atraerlas. Es un éxtasis ver al condenado que se acerca al suplicio por sus propios pasos. Mayor gozo, si llega temprano y se le puede obligar a hacer cola antes de que empiece su propio tormento, bajo una pepa de sol y más si comienza a lloviznar.

Es por eso que a la taquillera le doy estrictas instrucciones para que no venda entradas ni un segundo antes de la hora mar­cada para el inicio de cada función.

Me da retorcimientos de goce contemplar una cola de doscientas personas esperando inútilmente. Los que se la tiran de más machos que otros, acá son todos unos borregos semejantes que sufren ante mi.

Los hipertensos experimentan agonías. Los reumáticos se retuercen y las personas normales se desahogan con un Salto Ángel de recuerdos a mi progenitora. 
El sutil deleite de saber que los hago esperar a todos por una taquillera que se lima las uñas sólo es superado por la contemplación de la cara que ponen cuando el portero con gesto de matón de barrio a los que les presen­tan el boleto en vez de rompérselos a la mitad, se los estruja y tira en la cara. ¿Quién se le alza a un gorila de 2 metros de alto por 1,20 de ancho?

No imaginan como gozo cuando a las parejas de novios les sucede eso y el chico no se atreve a responder y la chica comienza a dudar de él. ¡Se les atora más la garganta que con las cotufas!

¡Ah sí, los dulces y cotufas!. Nadie me puede acusar de que descuido el aspecto de los dulces. Todos son importados, con sabor a mapurite y los precios que en cualquier otra parte sólo tendrán en 2 años más, según la economía nacional.

La vendedora de refrescos tiene instrucciones de decir­le siempre al cliente que el que pidió se acabó, que sólo tiene de la otra y que no está fría. El desencanto del que pide Coca-Cola y le sirven Frescolita caliente o viceversa es para mi muy “dulce”. Y en los últimos tiempos he suplido a la máquina de Coca-Cola con Big Cola, que rinde mil veces más y sabe dos mil veces peor. Eso sí, por el mismo precio.

Antes de cada película o función de teatro, hago a la gente calarse media hora de publicidad o comentarios de un viejito que es declamador, no lee bien y el paltó le queda apretado y torcido; incluyo también veinte trailers de las pe­lículas que pienso pasar durante los próximos dos años y todas de ciclo francés (el más aburrido del mundo) y a con­templar tres o cuatro veces el semblante del General Gómez sobándose el bigote el día que inauguró el acueducto del pueblo en los años 30, con esas películas en blanco y negro donde la gente caminaba rapidito.

Saber que han pagado cantidades absurdas para soportar este trato preescolar de humillación a los adultos me arranca carcajadas de alegría. Otra cosa son los sobrados que se quedan en el vestíbulo para no calarse aquella chafa. 
El personal tiene instrucciones estrictas de no decirles que está empezando la película o la obra sino cuando ésta ya está por más allá de la mitad. Y como no es cine continuado, se quedaron con las ganas de saber cómo comienza.

A los acomodadores les di linternas especiales con halógeno, para que alumbren directo a los ojos de las personas, los dejen turulatos o activen ataques epilépticos que interrumpen la función, más nunca son razón para devolución de entradas o renovación del boleto.

En este momento empieza el plato fuerte. Instalado en mi silla de comandos le ordeno a los proyeccionistas que empiecen a hablar, de modo que su conversación se confunda con la banda sonora de la película y el sonido stereo surround que empieza a aturdir. A la acomodadora le digo que prenda el radio con los comentarios de esos jóvenes que hablan con la lengua enredada y que jamás paran, tipo sifrino o la aburridora voz de Ivan Loscher o César Miguel Rondón.

Decirles a los obreros que agarren un martillo y empiecen a clavar los afiches que en otros cines sólo empotran, es algo que se sale de los niveles del placer. 
De vez en cuando manipulo diestramente el control de sonido de modo que produzca un chirrido de freno de gandola; conecto la toma del aire acondicionado con el recogedor de humo tóxico del garaje del sótano del edificio. Desde entonces la misma masa de gases circulará en circuito cerrado transportando a las víctimas de las butacas de la asfixia convulsa a la cianosis eruptiva. Es mi manera de sentir el 3D de una película horror para los clientes y una de humor para mí.

Abundan los ataques de asma y las crisis de epilepsia. Extasiado en estas cumbres del disfrute, contemplo con desprecio a los espontá­neos, esos pobres diablos que creen hacerme competencia con­tando el final de la película, estrujando bolsitas de cotufa, masticando el tostón viejo que vendemos a todo diente y comentando en voz alta lo que pasa en la pantalla. Ni siquiera me ocupo de ellos, porque no hay cosa más difícil que hacer sufrir a un imbécil.
La función se interrumpe cuando el aire está tan enrarecido que no se ve la pantalla. Cualquiera diría que allí termina mi deleite, que me van a denunciar, etc., pero si Cinex, Cines Unidos, los teatreros no llegan acá, seguiré siendo el único proveedor de este servicio.

Y mañana segurito, como ovejas camino a ser trasquiladas, estará la cola esperando frente al Cine Plus de este lindo pueblo, que está aprendiendo lo que es el terror...

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