El Velorio de un Payaso


Si hay algo que podemos darle asociación acertada con la frase “no saber si reír o llorar”, ante un suceso que podría verse como deprimente o con gracia de la frustración, es el asistir al velorio de un payaso.

An­teriormente eran llevados al mismo cementerio donde reposan los restos de las prostitutas, gestores, prestamistas, falsos curanderos y demás personas a las cuales no se les quiso en vida y menos se asistiría a sus exequias a menos que fuese a robarle las velas o cantarles en tono malévolo “Así Quería Verte” "Que le Entierren Hondo" ó aquella de "Sobre una tumba, una rumba.


Y es que siendo el trabajo de los payasos una actividad sana, donde hay que tener corazón, empatía y agallas, nunca es valorizado salvo algunas excepciones; quizás esa mala fama es otorgada por muchos asambleístas, gobernadores, alcaldes y artistas que hacen tantas payasadas burdas de desvirtúan el valor de tan hermosa profesión.


El miedo de los dueños de las agencias funerarias (para mis amistades en el exterior, pompas fúnebres, aunque acá pompas sería velarle el trasero), bueno, ese temor a velar payasos es el que se vayan a embochinchar sus funebridades. 


Pero la situación actual, donde hay que tomar todo cliente y el que esté con prejuicios es tomado como enemigo de la sociedad (tal cual debería de ser, aunque los conceptos están muy ad limitum y el que no te mire ya hay que darle una paliza), está obligando a las funerarias a recibir a los clientes que en vida fueron payasos.


Hace un tiempo asistí a un velorio de un amigo que se dedicaba a ese arte. No fue tan malo ni otorgó razones para temerle. Apenas hubo el contratiempo del cura que a cada momento se atra­gantaba. Cuando iba por el Réquiem, descubrió que el remedio era desviar la mirada para no contemplar el rostro del difunto con su maquillaje de estrellitas.


En realidad, no había dónde poner la vista, porque la tradición exige que todos los colegas se apersonen con el traje del oficio. Qué problemas para no tropezarse con el de los zancos y para no pisar al enano. En­tonces empezó la agonía de no soltar la risa cada vez que los cascabeles de los sombreros del bufón se confundían con los sonidos de los celulares que jamás se apagan así se solicite y cada vez que un visitante se equivocaba de salón y se encontraba sin previo aviso con aquel espectáculo.


A más de uno que le costó poder disimular que las lágrimas eran de risa; y es que muchos de los llantos eran con­vulsos y prácticamente todos disimulados con pañuelos del tamaño de sábanas, o sombreros emplumados. El momento más terrible fue el de aquella gallina que se le escapó al mago y se quedó mirándonos a todos desde el ataúd. Cualquier intento de espantarla hubiera desatado el burlesco.


Lo cumbre del cuento es que en la capi­lla de al lado velaban a un general y a través del pasillo había un cruce de miradas hostiles. Entonces hubo aquella marcha a tumbos entre las tumbas, ese terror de los demás cortejos de que le quedáramos cerca y viniéramos a sabotearles el efecto. 


Cuando sobre la fosa colocaron un payaso de mármol pintarrajeado como un adorno de cerámica en un cuarto infantil, ya nadie pudo contener la risa. Salí de ese cementerio con una sensación extraña: Feliz de que ese payaso se hubiese muerto y me regalase así ese día tan especial.


Nota: De usual se asiste con ropa negra y/o blanca a un velorio. Más a este había que asistir con cualquier pinta moderna, como las que están usando las chicas de chancletas, pantalón a la cintura y blusa corta o los chicos con pantalones rojos, chemisses amarilla, zapatos blancos, gorra y un zarcillo. Así se adecuan perfecto al velorio.

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