Reuben Morales
Esta Navidad me dio el mejor regalo: llevar a mi hijo de dos años a su primer juego de pelota profesional. Fue un Caracas- La Guaira. Era home club Leones y nosotros, guairistas. Ahora entiendo por qué Tobías quiso ir vestido con su disfraz de Superman.
Toda mi vida he ido a ver pelota al estadio Universitario de Caracas, pero vivir la experiencia desde los ojos de mi hijo es mejor que una casa sin billetes de cien. Para Tobías el estadio no fue un recinto deportivo, fue en cambio un gran mall de chucherías, tequeños, cotufas, refresco… ¡ah!, y unos tipos abajo jugando algo. Aunque para él, todo el juego se resumió a ver la calva del señor de enfrente.
En su visión, el estadio fue un spa. Las tribunas no fueron tribunas, sino obstáculos para jugar escalada. Donde uno coloca los pies se convirtió en una guarida. Si escuchaba un reguetón, lo bailaba. Cuando vio a la gente gritando cualquier necedad al terreno, se sumó diciendo “¡Batéalo!… ¡Batéalo!… ¡La luna!”. Luego dieron un batazo y gritó “¡Goooolazo!”.
Ese día entendí que ir al estadio es un gran rito de iniciación. En primer lugar, ponen en la entrada a un grupo de hermosas promotoras. Tobías no se resistió.
Por voluntad propia las comenzó a saludar. No sé si fue por sus figuras o porque veía cuatro pares de sifones de leche materna. En segundo lugar, el Universitario cuenta con una mezcla bacteriológicamente perfecta para demostrar si un niño es apto en la escala evolutiva. Por un rato descuidamos a Tobías y cuando volteamos, estaba comiendo cotufas del piso. Luego, en el octavo inning, me dijo una frase que partió mi historia en dos: “Papá, pupú”.
¡Ya va! Vamos a revivirla, pero entrando en contexto: Estadio Universitario… hogar de las pocetas más sucias de Caracas… octavo inning… (ahora las pocetas estaban ocho innings más sucias)… fue entonces cuando soltó: “Papá, pupú”. Mis oídos dejaron de escuchar el ambiente. Ahora solo oía violines espeluznantes de Hitchcock y la frase retumbando en mi mente: “¡Papá, pupú!”… “¡¡Papá, pupú!!”… “¡¡¡Papá, pupú!!!". Si ya entrar a estos baños para orinar puede quemarte treinta neuronas; ahora imaginen lo que me esperaba.
Fuimos al baño. Me puse frente a la poceta, como Harry Potter retando a un Dementor. Saqué toallitas húmedas y le di a ese trono como si yo fuese el limpiabotas de un presidente. Ahora, a esperar que Tobías hiciera.
Me disculpan los del estadio, pero ese día violé la regla de que las toallitas húmedas no se botan dentro de la poceta. Además, no sé si era la mezcla de gases tóxicos, pero las toallitas comenzaron a hablarme: “¡No, Reuben!… ¡No nos dejes aquí!… ¡Por fa!… ¡Con el baño de un restaurante chino nos conformamos!… ¡Noooooo!”. Discúlpenme, toallitas, pero la vida de Tobías estaba en riesgo. Afortunadamente sobrevivió y su sistema inmune salió fortalecido. Hasta el pediatra nos dijo que ya no le harán falta las vacunas de sarampión y rubeola.
Cuando salimos del baño había culminado el juego. La Guaira ganó 6-0 y no solo nos llevábamos la victoria de nuestro equipo, sino el mejor regalo de Navidad. “Has creado un vínculo indestructible”, me dijo mi primo Javi. Mi colega Gordy Palmero se lleva créditos por habernos invitado. Mi papá también, porque alguna vez él fue feliz regalándome mi primera ida al Universitario. Seguramente mi hijo Tobías no lo sabe, pero involuntariamente me dio el mejor regalo de Navidad. Ese día descubrí que San Nicolás tiene dos años y no tiene barba.
Esta Navidad me dio el mejor regalo: llevar a mi hijo de dos años a su primer juego de pelota profesional. Fue un Caracas- La Guaira. Era home club Leones y nosotros, guairistas. Ahora entiendo por qué Tobías quiso ir vestido con su disfraz de Superman.
Toda mi vida he ido a ver pelota al estadio Universitario de Caracas, pero vivir la experiencia desde los ojos de mi hijo es mejor que una casa sin billetes de cien. Para Tobías el estadio no fue un recinto deportivo, fue en cambio un gran mall de chucherías, tequeños, cotufas, refresco… ¡ah!, y unos tipos abajo jugando algo. Aunque para él, todo el juego se resumió a ver la calva del señor de enfrente.
En su visión, el estadio fue un spa. Las tribunas no fueron tribunas, sino obstáculos para jugar escalada. Donde uno coloca los pies se convirtió en una guarida. Si escuchaba un reguetón, lo bailaba. Cuando vio a la gente gritando cualquier necedad al terreno, se sumó diciendo “¡Batéalo!… ¡Batéalo!… ¡La luna!”. Luego dieron un batazo y gritó “¡Goooolazo!”.
Ese día entendí que ir al estadio es un gran rito de iniciación. En primer lugar, ponen en la entrada a un grupo de hermosas promotoras. Tobías no se resistió.
Por voluntad propia las comenzó a saludar. No sé si fue por sus figuras o porque veía cuatro pares de sifones de leche materna. En segundo lugar, el Universitario cuenta con una mezcla bacteriológicamente perfecta para demostrar si un niño es apto en la escala evolutiva. Por un rato descuidamos a Tobías y cuando volteamos, estaba comiendo cotufas del piso. Luego, en el octavo inning, me dijo una frase que partió mi historia en dos: “Papá, pupú”.
¡Ya va! Vamos a revivirla, pero entrando en contexto: Estadio Universitario… hogar de las pocetas más sucias de Caracas… octavo inning… (ahora las pocetas estaban ocho innings más sucias)… fue entonces cuando soltó: “Papá, pupú”. Mis oídos dejaron de escuchar el ambiente. Ahora solo oía violines espeluznantes de Hitchcock y la frase retumbando en mi mente: “¡Papá, pupú!”… “¡¡Papá, pupú!!”… “¡¡¡Papá, pupú!!!". Si ya entrar a estos baños para orinar puede quemarte treinta neuronas; ahora imaginen lo que me esperaba.
Fuimos al baño. Me puse frente a la poceta, como Harry Potter retando a un Dementor. Saqué toallitas húmedas y le di a ese trono como si yo fuese el limpiabotas de un presidente. Ahora, a esperar que Tobías hiciera.
Me disculpan los del estadio, pero ese día violé la regla de que las toallitas húmedas no se botan dentro de la poceta. Además, no sé si era la mezcla de gases tóxicos, pero las toallitas comenzaron a hablarme: “¡No, Reuben!… ¡No nos dejes aquí!… ¡Por fa!… ¡Con el baño de un restaurante chino nos conformamos!… ¡Noooooo!”. Discúlpenme, toallitas, pero la vida de Tobías estaba en riesgo. Afortunadamente sobrevivió y su sistema inmune salió fortalecido. Hasta el pediatra nos dijo que ya no le harán falta las vacunas de sarampión y rubeola.
Cuando salimos del baño había culminado el juego. La Guaira ganó 6-0 y no solo nos llevábamos la victoria de nuestro equipo, sino el mejor regalo de Navidad. “Has creado un vínculo indestructible”, me dijo mi primo Javi. Mi colega Gordy Palmero se lleva créditos por habernos invitado. Mi papá también, porque alguna vez él fue feliz regalándome mi primera ida al Universitario. Seguramente mi hijo Tobías no lo sabe, pero involuntariamente me dio el mejor regalo de Navidad. Ese día descubrí que San Nicolás tiene dos años y no tiene barba.
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