Texto y Foto: Jaime Ballestas (Otrova Gomas)
Publicado con permiso del autor.
Una de las cosas que más impresionan cuando se llega a
Banjul, la agreste capital de Gambia, son los inmensos depósitos donde se
guardan y procesan las horas perdidas en la vida.
Visitar al más importante centro mundial de archivo y
clasificación del tiempo malgastado en el planeta no es tarea fácil. Se puede
decir que imposible sin un salvoconducto emitido dos años antes por las
autoridades del lugar. Para la visita, es de igual importancia tener un guía
experto.
La zona está plagada de charlatanes y pordioseros de
cariño, que con la mano extendida deambulan por las inmensas soledades
africanas y se ofrecen para mostrarnos el lugar. Un error en la selección puede
hacernos perder muchas horas, pero con el problema de que es en el corazón de
la jungla y sufriendo sus rigores.
Yo llegué al minúsculo país africano en una lluviosa mañana de julio, cuando las primeras aguas invernales habían trasformado en ríos la maraña de grietas que vienen del desierto.
Era la época de vendimia de
los días y semanas disolutas. La compleja tarea de su clasificación y ordenamiento,
la realizan casi dos mil expertos procedentes de las más importantes
universidades conocidas, quienes se encuentran al servicio de setecientas
computadoras XL-669, el sistema de información más sofisticado que se haya
fabricado hasta la fecha.
Me recibió Tarnipolus Pamirolas, un guía que me había
recomendado el Presidente de Senegal, un viejo amigo de la juventud en la época
en que cazábamos gusanos nemertinos –la terrible especie de gusanos que solo
come gusanos de las tumbas-, el hombre es un filósofo griego de la escuela neo
aristotélica.
Amable, como todos los aristotélicos y la mayoría de
los platónicos, me mostró el lugar con un increíble lujo de detalles. La visita
comienza en el centro de recopilación. Allí trabajan los empleados más
efectivos que pueda imaginarse: Personas-tiempo, como los llaman, entrenados
para aprovechar hasta el más mínimo segundo en función de su tarea.
Algunos inquietos y nerviosos, otros meditativos, pero
en todos resaltan la habilidad y su competencia para ejercer tan delicado
cargo. La procesadora monstruo obtiene información de las horas perdidas y
malbaratadas, clasificándolas por países, ciudades y aldeas de todos los
rincones habitados del planeta. Luego esa información es pasada a otras
computadoras menores, que las estudian antes de enviarla a los depósitos de
recuperación o a los crematorios.
Las naves donde se guardan los momentos desperdiciados
son de una dimensión insólita. Prototipo de arquitectura fascista, en ella hay
centenares de secciones y departamentos, todos con claro señalamiento del
tiempo malgastado en cada sitio y su duración.
Los expertos trabajan en el análisis de segundos,
minutos, horas, días, meses, años y hasta de vidas enteras que por el despilfarro
se perdieron. Provenientes de todas partes y maravillosamente ordenados, están
los instantes recuperados que se nos fueron haciendo colas, los de empresas
fútiles y horas de discusión improductiva.
Muy cerca, pero separados en toneles de vidrio aislante
se acumulan los momentos de espera, las visitas inoportunas, las holganzas
eternas, los desaciertos y el tiempo dedicado a planes y a sueños imposibles.
Más adelante vi el enorme almacén de las oportunidades
desaprovechadas, los días de la infancia y la vejez extrema y los que se
evaporan por enfermedades o actos repetidos.
En un silo especial brillan las apatías, los descuidos,
las tardanzas y todos los matices de la lentitud y la burocracia.
Siguiendo el tour nos dirigimos al edificio donde
funciona la planta de reciclaje del tiempo perdido recuperable. Me dijo el
guía, que allí tratan de salvar parte de todos esos momentos desperdiciados,
asignándoselos a personas y a empresas altamente productivas.
El procedimiento está a cargo de otras cincuenta mega-computadoras, que trabajan día y noche en la asignación de ese recurso humano tan escaso.
A seiscientos metros y por el flanco norte de la
construcción, vi los gigantescos crematorios del tiempo que ya se fue y no es
recuperable. De ellos apenas se obtiene algo de la energía que mueve el sistema
y los equipos del centro.
Desde sus dantescas chimeneas sale una enorme columna
de humo que oscurece kilómetros de cielo, erizándole el cuerpo hasta al más
valiente.
Luego de un rápido almuerzo, corto en comentarios
tontos, vistamos el pequeño edificio donde funciona el laboratorio para el
estudio de la importancia de los segundos y otros momentos de medición del
tiempo, incluso allí se hacen los análisis de la existencia humana y su
sentido.
Esa tarde imborrable para el resto de mis días, pude
saber que es el único lugar del mundo donde se hacen estudios microscópicos de
las horas muertas y de los minutos de silencio. Sin darme cuenta, cuando la
noche ya despuntaba en el horizonte mi visita había terminado.
Me quedé absorto. Impresionado por la titánica labor de
aquel puñado de seres y de máquinas, comprendí que la verdadera riqueza de los
hombres no es el dinero, sino la suma de los breves instantes que forman
nuestra vida y se nos escapan de las manos.
Abandoné el lugar poseído de una extraña sensación. Me
sentí otro hombre, es cierto, pero no pude dejar de pensar en la cantidad de
combustible con el cual la gente que lea este informe, sin saberlo, está
contribuyendo a mantener funcionando los inmensos crematorios.
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