Autor: Jaime Ballestas (Otrova Gomas)
Cuando llegué a la casa de Julio estaba muerto. Lo
encontré solo, como había estado durante los últimos años de su vida. Llamé a
su hijo, y sin poder evitarlo curioseé los papeles desordenados que estaban en
su escritorio; fue allí que pude ver las últimas notas de su diario. Así
decían, y ahora me siento confundido:
(Abril 7)
Creo que ya mi conciencia exige que se deje nota
sobre estos acontecimientos: Después de haber sufrido varios infartos he
desarrollado una curiosa habilidad para jugar con la muerte. Puedo hacerla
aproximarse, dejo que se acerque, y después de entregármele a sus brazos,
recupero la vida y la abandono riéndome para volver a repetir ese juego
fascinante.
El médico que me trata me ha prohibido
terminantemente muchas cosas. No puedo beber, ni fumar, ni tener grandes
excitaciones. Me está vedado abusar de un sexo que pueda subirme la presión,
comer platos agradables, saborear la sal y las exquisitas carnes rojas
acompañadas de mucho vino. En fin, me está prohibido vivir bajo la irónica
amenaza de morir.
Por esas razones infaustas permanezco casi todo el
día en mi lecho de reposo. Camino poco y a paso lento, y según sus
instrucciones por ningún motivo debo enfurecerme. Según lo ha dicho el
doctorcito, cualquier disgusto, o el llevarme la contraria, puede ser el último
ocasionándome la muerte.
Confieso que ésta fue mi mayor preocupación cuando
caí bajo su régimen. Yo disfruto de los momentos de cólera. Siempre me irrité
fácilmente y cuando con los ojos encendidos y las venas palpitantes gritaba por
cualquier cosa, sentía un dulce estímulo vital. Realmente me excitaba a nivel
del paroxismo el salirme de mi quicio, perder la noción de todo y descargar mi
furia contra alguien viéndolo temblar. Fue cuando vinieron los primeros golpes
en el pecho. Los continuos arrebatos me cobraron su cuenta sin darme el menor
plazo, y el galeno me lo advirtió severamente. Al principio acepté el
consejo, pero ello produjo un tremendo vacío en mi existencia que me llevó a
caer postrado en la tristeza.
Seguí el régimen. No tenía otra alternativa; pero
desde hace como un año empecé a buscar fórmulas para escaparme de aquella
cárcel de paz y de armonía en la que me encerraba la tranquilidad ajena. Mi familia
y mis amigos, que ya han tomado la determinación de no discutir conmigo, viven
lejos y en una eterna complacencia con todo lo que digo y pienso, que a mi modo
de ver no es más que un acto hipócrita. Es inútil que les insulte, que provoque
un altercado o les manifieste mi discrepancia con sus ideas, conociendo mi
estado clínico se abstienen de porfiarme y se quedan en silencio, o simplemente
sonríen aceptando lo que diga.
Pude haber sido feliz si fuera de esos seres que
solo quieren salirse con la suya. Pero yo no. Para mí lo grande es escaparse
del control sin que importe si tengo la razón; algo que posiblemente sólo
entienden quienes han llevado una existencia llena de combates.
Fue entonces cuando me puse a hojear libros de
ocultismo. Y una mañana, sin esperarlo, me encontré las páginas que por tanto
tiempo había buscado : Siguiendo los pasos de una cuidadosa práctica vudú,
descubrí que es posible enfurecerse solo y caer poseído por la ira sin la
complicidad de nadie. Aquello fue como un despertar después de haber vivido por
tanto tiempo con la insoportable simpleza de carácter de los seres
equilibrados. Leí cuidadosamente el método de aquel genio de la furia y empecé
a practicar sus ejercicios religiosamente. Seleccioné como el momento más
oportuno para hacerlo media hora después del almuerzo, cuando reposaba.
Sobre el lecho, con un espejo enfrente para
disfrutar del espectáculo, pensaba en algo horrible que me pudiera ocurrir en
ese día. Me iba molestando lentamente y de pronto lanzaba el libro contra el
suelo, y pensando en la torpeza de alguna secretaria imaginaria, gritaba:
-¡Inútil! –- Te comiste tres palabras claves ¿No
sabes escribir? ¿Eres idiota? ¡Sólo una retrasada como tú podría hacer esto,
justo cuando tengo que entregar el informe!
Imaginaba a la pobre mujer tratando de disculparse
diciendo que lo había hecho con el máximo cuidado. Entonces me enfurecía más
hasta llegar al frenesí. Lanzaba el jarro de agua contra el espejo y le caía a
puntapiés a todo lo que se interfería en mi camino. En esos momentos sentía el
flujo sanguíneo llegando impetuosamente a nivel auricular.
Con tanta rabia en el cerebro se transmitía una
presión anómala en el interior del corazón. Por ello, en las primeras épocas,
incapaz de controlar el volumen sistólico que aumentaba peligrosamente, caía al
suelo al producirse la insuficiencia cardíaca.
Allí conocí la muerte. Prácticamente venía a
recogerme en cada ataque; pero el libro con el cual me había adoctrinado me
enseñaba cómo detenerla: había que decirle -Vete muerte. Y de inmediato empezar
con unos ejercicios pulmonares especiales. Después, venía un relax intenso y
dejaba que la calma me dominara por un rato antes volver a enfurecerme.
De esta forma cada vez puedo encolerizarme más,
hasta niveles que difícilmente se logran discutiendo tonterías con la esposa o
en la calle. Muchas veces por la rabia, la presión arterial es tan alta
que se me cierra completamente el orificio de la válvula mitral. Entonces quedo
muerto hasta dos días, pero después me recupero mucho más reconfortado. En los
últimos tiempos he tenido problemas con los vecinos que me oyen asustados
destrozar el apartamento. Piensan que hay alguien conmigo y llaman a la policía,
pero cuando llegan, yo estoy de lo más tranquilo reposando en un sillón y no
hallan qué hacer de la vergüenza.
Estas prácticas son lentas y continuas; sin embargo
tienen la ventaja de que una vez que han sido dominadas, se puede controlar la
entrada y salida de la muerte, uno de los más grandes placeres de la vida.
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