Un acompañante del ser humano en el último siglo ha sido el botellón de agua, desde su precursor diseñado para valientes hecho de vidrio, que de caerse se transformaba en una espada samurai capaz de romper 4 cauchos de una Ford Runner, al actual garrafón de plástico, diseñado para cargar de a varios.
Este
plástico repujado tiene una forma anatómica especial para cumplir con los 18
litros que debe traer, sea de agua pura o del chorro de un vecino o una pila
comunal. Además, se adapta precisamente al hombro o para llevarlo cargado como
un saco de cemento que se mueve por inercia.
Las mujeres
los llevan en los coches de sus bebés, sea que estos ya caminen y estén
grandecitos o llevan al bebé en brazos y el botellón de agua cómodamente acurrucado
hasta con su pañal y su sabanita y su pico en la almohadita, con el móvil
dándole un gran efecto que hace que cualquiera se detenga a decirle, ¡Señora,
es igualito a usted!
La vida
del botellón de agua es tan larga como limpia sea el agua con la que le llenan
y lo ordinario del hombre o mujer que la transporta, coloca en el suelo, la
base del dispensador hecho en hierro forjado o trata de enchungarla en el
enfriador sin derramar ni una gota, algo que físicamente es imposible, tanto
que tuvieron que inventar un dispensador de agua que va en contraflujo -del
suelo al chorrito-, apropiado para quienes son débiles y no se apegan a las
tradiciones.
El bidón
de agua de plástico soporta por mucho tiempo, hasta que las temperaturas le van
debilitando y la boca de dicha pichinga comienza a escupir las tapas, símbolo de
debilidad del botellón que, sí se encuentra ladeado a 65 grados, comienza a
demostrar disfunción eréctil y derrames de líquido que se profundizan hasta
vaciarse, cuando nadie está mirando, haciendo que el piso se haga “resbaladizo
al humedecerse”.
Toca
pues comenzar a pensar en cambiar al botellón de agua, algo que uno creía que
no vería al ser un plástico duro. Comienza el periplo y uno comienza a pensar
sí comprar uno con asa, pero el asa no es parte de la misma estructura y se
puede salir pasando la calle y causar un accidente vial por agua, algo que sólo
tiene sentido en una lluvia torrencial, no porque a alguien se le cayó un ánfora
de agua y le dejó el soco en la mano.
Están
los botellones de agua de colores, hermosos, atractivos y que hacen sincronía
con la casa más humilde, pero al ser más caro, toca apelar con el viejo
confiable botellón de agua de color azul.
Como
ya atrás han quedado los camiones repartidores de agua, tanto por el precio, el
costo de la gasolina, que algunos bestias van a algún lugar a agarrar agua y
dañar el chorro ajeno; pero muy especialmente por esa mala maña de gritar ¡EL
AGUA!, en la madrugada, incluyendo fines de semana, feriados y fiestas de
guardar.
Por eso,
el canje de los garrafones de agua se hace en las tiendas y, rara vez vemos que
alguien bote en un bote el botellón de agua con un bote, siendo las excepciones
quienes no tienen habilidades manuales, no sienten respeto por la ecología y
son ricos de barranco.
Los botellones
de agua se transforman en macetas ecológicas, se les llena de cemento y piedra
con un tubo atravesado para transformarlos en pesas caseras o incluso se
levantan llenos para hacer tensión dinámica y tratar de violentar las leyes de
la física nada más por evitar comprarse unas mancuernas, quizá conscientes de
que pronto abandonarán los ejercicios.
En algunos
establecimientos transforman los bidones de agua en los impopulares “cochinos”
para obtener propinas y gritar ¡GRACIAS!, a quien metió un billete de baja
denominación y hacerle sentir culpable para que regrese a meter otro. Es la presentación
más baja para este artículo de transporte hídrico y que veremos al final siendo
repartido equitativamente en una relación 90/10 por parte del dueño del local,
siempre a su favor.
Pero,
en esta epopeya del botellón de agua hay una de las acciones recuperadoras de
su dignidad y utilidad más grandes brindadas por el hombre moderno: Suplir por
completo a los conos naranja de seguridad, realizado por los parqueros en las
calles.
Sirven
para apartar el puesto, delimitar el área de carga y descarga y, sí le quitan
el fondo, para que el señor que funge de dueño de la calle (los llamados “bien
cuidado”), les usen como megáfono para perifonear las órdenes de “dale, métele
todo, un poco para atrás, dale que no le has dado, ya chocaste, el guardafango
se te quedó pegado a la acera, no te me vayas que aquí estoy, lo tenía vigilado
y el infaltable ¡adiós mí amor!”.
Los
conductores respetan al botellón de agua mucho más que al cono de seguridad,
porque este último, sí lo aplastan, se retrae y es poco lo que le ocurre; en
cambio un bidón de agua que se clave en una rueda puede dañar el tren
delantero, desalinear el vehículo o hacer que un motorizado se caiga y lleguen
otros doscientos a querer golpearte, además de que el parquero te lo querrá
cobrar como nuevo y lleno de agua.
Por eso,
el botellón de agua es el nuevo paladín de las calles tal cual lo es en las
casas y no podemos dejar de rendirle honor y pleitesía, sea teniendo dos o más
unidades en el hogar, llenarlos de cocuy o sangría en las fiestas, ponerlo como
base en el arbolito de Navidad o utilizarle como masajeador de abdomen y columna
o imitar a Rocky y a Gokú haciendo ejercicios con él.
Mari
Kondo  y demás minimalistas se sentirán
orgullosos de que nosotros cuidemos las ánforas de agua y les brindemos el
honor de sentirles parte de nosotros, apipándonos de agua para cuidar a
nuestros riñones y llevando a sus hijitos (las cantimploras llamadas “Contigo”,
de todo tamaño) a donde quiera que vayamos, incluso cuando se nos llena la
vejiga y no nos queda de otra que orinar el caucho de un vehículo resguardado
por un ar de botellones de agua.

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