CAPITULO II
Aquella noche del 8 de Enero había un descontento generalizado en la capital argentina. Los diarios y más tarde los noticieros de televisión solo hablaban del descubrimiento de un enorme desfalco al erario público por parte de un grupo de políticos vinculados al gobierno. La gente en las churrasquerías, en las ventas de mate, en los centros de tango, en el paseo Colón y por casi todas partes solo hablaba de lo mismo. Unos decían: "-¡Otro robo más!, ¡Hijos de su madre! y apostá que no les pasa nada”. Algunos se desahogaban con el clásico: "-La puta que los parió, que los agarrara yo”, y en la intimidad de los hogares por doquier se repetía el popular lamento: "-¡Boludos! ¡Con eso hubiéramos pagado la deuda externa!"
Mientras aquella onda de decepción y amargura colectiva se extendía por la tangueada noche argentina, a la misma hora en el apartamento de Kurlo en el barrio de la Boca había una calma fuera de lo común. Se encontraba en lo que él llamaba una sesión de silencio absoluto. Un estado de concentración sistémica y de pensamiento cero al que se sometía para atrapar la paz espiritual, lo que según él solo podía nacer en un estado de mutismo total y sin el más mínimo murmullo. Gracias a una extraña y compleja hermeticidad física que había creado para vender la patente a la gente que detesta el ruido, la presión ambiental llegaba a unos puntos que podían dejar atónito a un arquitecto aventurero. Pero aquella elipsis extrema, si bien parecía encadenada al mundo de los tántra hinduistas, al kalachakra tibetano o el Libro de los Secretos, tenía una diferencia: a causa de las delgadas láminas de acero que había instalado en las paredes y haber cubierto los vidrios de las ventanas con grafeno, bastaba que se produjese un leve murmullo para que se iniciara un eco en el cual las vibraciones del sonido se propagaban rebotando enloquecidas por todas partes, y la resonancia iba aumentando hasta volverse insoportable al oído humano (*).
Serían las ocho y treinta de la noche. El silencio ya estaba instalado en el lugar y empezaba el desprendimiento de Kurlo de las tragedias de este mundo, cuando justo en ese instante sonó el timbre del apartamento sin que nadie lo esperara. Apenas lo sintió, su cuerpo sufrió un impacto. Sabía lo que podía significar aquel timbrar encrescendo. Cerró los ojos haciendo una mueca con la boca y se apretó los oídos con las dos manos. No se imaginaba el inoportuno recién llegado el daño que podía causar el encuentro de su dedo con la baquelita del timbre que desencadenó el estrépito.
Su reacción instintiva fue tratar de saltar hacia la ventana para despresurizar la habitación. Aunque existía el riesgo de que al igual que en los aviones volara por los aires todo lo que estaba adentro, pensó que era menos peligroso que la fuerza cortante de aquel sonido de timbre suelto saltando entre paredes. En su intento fracasó. La onda sonora ya más penetrante y aguda que al comienzo, al tropezar con su cuerpo lo lanzó hacia un lado y casi lo degüella. Trató de pararse, pero ella regresó tratando de cortarlo. El timbrado ya completamente enloquecido aumentó la sonoridad y el estruendo parecía el de varias ambulancias desesperadas golpeando todo lo que encontraba a su paso. Con las manos aun en los oídos Kurlo maquinó otra opción: crear un contra ruido. Tendría que llegar al tocadiscos y poner alguna pieza a todo volumen, que al enfrentarse con las ondas sonoras del timbre lograra restablecer la calma. Prácticamente se arrastró como una culebra y alcanzó el equipo de sonido que reposaba en la mesa, tomó un disco de los Rolling Stone y lo puso al máximo volumen.
El efecto esperado fue inmediato. Al oír a los ingleses saltarines gritando, el escándalo del timbre cesó como por decreto celestial y anuló también el de los roqueros. Una paz extraña, casi de laboratorio renació, y la calma creada por dos fuerzas diabólicas enfrentadas regresó al apartamento. Pasados unos minutos y sobreponiéndose a los acontecimientos, Kurlo se levantó del piso, abrió las ventanas, y poseído por la furia se dirigió a la entrada para verle la cara al que le había interrumpido su meditación.
Pero a veces la vida juega sola con sus cartas. Justo en el momento en que abrió la puerta y se enfrentó a los cuatro inesperados visitantes que le miraban, por uno de esos caprichos del cerebro, las dendritas de un axón del lado izquierdo, que en él eran las que desataban las furias, empezaron a penetrar sexualmente el núcleo de una neurona hembra del hipotálamo. Aquello en el acto invirtió la respuesta de ira por una de amor e hizo que les diera la mejor de sus sonrisas.
Podríamos decir, para no minimizar la realidad y revelarnos como incapaces de definir los estados espirituales de ternura y misericordia, que en sus labios estaba dibujada esa expresión de perdón que solo es posible encontrar en un fanático de iglesia cuando dice que ha visto a Dios, **
Continuará...
(*) En materia de ondas sónicas, la velocidad es constante en un medio transmisor que tenga densidad regular, pero, en el caso de un espacio cerrado por láminas de acero muy delgadas que hagan rebotar el sonido sobre vidrio cubierto con grafeno, la particular presión atmosférica que produce este material cambia la velocidad formándose lo que se conoce como un anticiclón sonoro, el cual una vez que se desata provoca una inestabilidad física de consecuencias imprevisibles. Para personas interesadas en profundizar sobre el fenómeno, si a 20º C con una presión atmosférica del nivel del mar la velocidad típica del sonido es de 343,8 m/s, el grafeno al ser molestado aumenta la presión y hace que suba a 749,6 m/s. A los pocos minutos aumenta al cuadrado, llevándola a veces hasta los 11.331,8 m/s. Sin embargo, dejamos claro que estos son cálculos aproximados que deben serles explicados de manera más detallada por un físico, y en lo posible abstemio.
(**) Claro, no incorporamos en estos a creyentes fundamentalistas.
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